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martes, 4 de septiembre de 2018

Reseña de LA NUEVA CIUDAD DE LAS DAMAS y un plus



Aprovechando que está por aparecer el segundo libro surgido del proyecto La Trenza de Sor Juana, consideré prudente recuperar esta interesante reseña del crítico Ignacio Trejo Fuentes sobre el primer tomo, La nueva ciudad de las damas

Publicada originalmente en dos partes en la revista Siempre! números 2984 y 2985

Narradora de altos vuelos (Réquiem por una muñeca rota es una novela deliciosamente pornográfica), Eve Gil se desempeña como crítica literaria, y su especialidad es la literatura escrita por mujeres; el título de su columna es esclarecedor: La trenza de sor Juana. De los materiales publicados en ese espacio (impreso y cibernético) surgió La nueva ciudad de las damas.
El grado de especialización de Eve es más que notable, conoce autoras de las que muchos no teníamos siquiera idea, de tiempos pretéritos y actuales, de modo que además de proveernos de información nos entera de casos curiosos y hasta perturbadores. Esta obra de reciente aparición es, por lo tanto, un manjar que no debemos desaprovechar.
Queda claro el aliento feminista de la autora, y quizá por eso algunos lectores muestren reticencia a la lectura de La nueva ciudad…, porque las etiquetas suelen provocar prejuicios; sugiero, por eso, deshacernos de éstos y atender con seriedad la galería que nos ofrece Eve Gil, nacida en Hermosillo, Sonora, en 1968.
¿Conocía el lector a Cristina de Pizán, Murasaki Shikibu, Hildegard von Bibgen, Aphra Behn? Yo no, y por eso me asombra saber que, la primera, nació en 1364, y que la segunda, japonesa (nacida hacia 978), es considerada como la autora de la primera novela en la historia de la humanidad: La novela de Genji. Lo que es indiscutible es que esas escritoras transgredieron las normas de su época en sus respectivos países, hicieron lo que estaba reservado sólo a los varones, y tan sólo eso bastaría para tenerlas en gran estima; pero no, porque Eve Gil se encarga de mostrar sus méritos artísticos; es decir, no sólo fueron visionarias, aguerridas y contestatarias, sino también —y acaso en primer lugar— artistas.
La autora da seguimiento a poetas y narradoras caracterizadas por su valentía, y si algo las distingue es que se opusieron a las trabas y limitaciones de sus respectivas épocas, mandaron al carajo todo tipo de ataduras y se dedicaron en cuerpo y alma a la escritura; fueron almas gemelas de nuestra Sor Juana Inés de la Cruz, aunque muchas de ellas se le anticiparon.
De Aphra Behn (n. en 1640) apunta Eve Gil: “De lo que no me cabe la menor duda, es de la enorme relevancia de esta mujer en el lento proceso de emancipación femenina y, sobre todo, de la profesionalización de las escritoras pues, en efecto, Aphra Behn fue la primera dramaturga y narradora inglesa en ser remunerada por sus textos, aunque —¡ojo!— en una época en que el simple hecho de que una dama obtuviera dinero a cambio de algo, incluso de su trabajo, era igual a prostituirse. Se cree también que sus obras inspiraron nada menos que al misógino Rousseau y su filosofía naturalista: el hombre es esencialmente bueno. Por si fuera poco, se le considera precursora de la pantomima moderna gracias a su obra fársica El emperador y la luna (1667)”.
Es de llamar la atención que las escritoras analizadas en este libro hayan tenido el arrojo de firmar sus obras con su propio nombre, porque se dice que, debido a las circunstancias sociales, políticas, familiares, a lo largo de la historia un sinnúmero de damas creadoras ha debido enmascararse bajo pseudónimos masculinos. La única de esta galería que se ocultó deliberadamente y por razones que no me quedan muy claras fue Alice Sheldom (Alice Bradley, su nombre de soltera). Nacida en Chicago en 1915, publicó relatos de ciencia ficción que hicieron decir a los editores y críticos que estaba a la altura de los mejores practicantes de esa especie. Firmaba como James Tiptree Jr, y ni quienes la publicaban conocían su identidad: jugó el juego del gato y el ratón, se burló de todo mundo, y ni siquiera se hizo presente cuando debió recibir algún premio. Afirma Eve Gil que, en efecto, sus obras poseen enormes cualidades, de modo que no me queda más que buscar los libros de esa misteriosa dama.
Otras autoras para mí desconocidas y que aparecen en La nueva ciudad de las damas son Ho Xuan Huong, Sigrid Undset, Janet Frame, Adrienne Rich, Anna Politkovskaya y Ayaan Hirsi Ali.
De las más de treinta escritoras revisadas por Eve Gil en La nueva ciudad de las damas conozco a Ivy Compton-Burnet, Anna Ajmátova, Selma Lagerlöf, Gertrude Stein, Pearl S. Buck, Gabriela Mistral, Simone de Beauvoir, Hanna Arendt, Doris Lessing, Nadine Gordimer, Toni Morrison, Susan Sontag, Elfriede Jelinek, Gioconda Belli y, por supuesto, a Rosario Castellanos.
Me parece curioso que la escritora sonorense descubra, además del acendrado feminismo, preferencias lésbicas de la mayoría de las autoras incluidas en su libro. ¿Feminismo y lesbianismo son sinónimos? Creo que no, y por lo tanto si las preferencias sexuales de esas damas las llevan a rechazar a los varones en más de un sentido no quiere decir que sean feministas radicales, sino sólo adoradoras de las mujeres, lo cual es celebrable. Así, habría que escribir dos libros.
Me intriga que Eve Gil no se haya ocupado de Josefina Vicens, autora de dos obras maestras: El libro vacío y Los años falsos; ambas son narradas por varones, y en entrevistas la autora tabasqueña confesó su lesbianismo/feminismo. Eve tampoco se ocupa de Rosa María Rofiell (Amora), y supongo que lo hará en un nuevo volumen.
Al recordar a las dos autoras mencionadas al último, pienso en la italiana Elsa Morante, quien en dos de sus novelas (La isla de Arturo, una de ellas) recurre a la voz masculina para contar las historias. Ella, antes de ser novelista, fue prostituta, y luego esposa de Alberto Moravia (quien también fue esposo de la maravillosa Natalia Ginsburg): ¿no es esto una maravillosa novela?
Además, no debemos olvidar a varones que han escrito de temas escabrosos en torno al sexo sin ser por eso feministas: pienso en Luis Zapata (El vampiro de la colonia Roma). Y que los lectores me perdonen la autorreferencia. Una crítica estadounidense de cuyo nombre no puedo acordarme, hizo un largo ensayo sobre mi libro Crónicas romanas, y me acusó de machista y misógino y de ser proimperialista. “¿Qué?”, me dije al leer el texto, porque ese volumen de crónicas es exactamente una celebración de las mujeres, y nada tiene que ver con mi opinión política. Luego, o la señora no sabe leer o yo no sé escribir.
Por último, recomendaría a Eve Gil que analice libros de Elena Garro, Inés Arredondo, Ángeles Mastretta y María Elvira Bermúdez, pero sin prejuicios ni etiquetas. María Elvira fue especialista en literatura policiaca (Diferentes razones tiene la muerte), e inventó a una mujer detective. ¿Feminismo? De ninguna manera: se trató de un arranque de genialidad narrativa.
En la primera parte de esta entrega dije que, posiblemente, el aura feminista acarrearía recelos en contra de La nueva ciudad de las damas; no obstante, opino que es un libro extraordinario, porque nos da noticia de escritoras sensacionales, así sea que su vida sea mucho mejor que su producción literaria. Éste no es un libro de crítica literaria, sino de semblanzas. Muy bien hechas, por cierto.


Eve Gil, La nueva ciudad de las damas. Universidad Nacional Autónoma de México
(Textos de Difusión Cultural), México, 2010; 427 pp.)

Querido Nacho:
Decía Ernest Hemingway que nunca se le debe responder a un crítico y estoy completamente de acuerdo con él. Pero tú no eres un crítico del montón: eres mi maestro y uno de mis mejores amigos.
Antes que nada, agradezco tu reseña de "La nueva ciudad de las damas" que, no obtante la enorme importancia que tiene para mí, ha pasado casi inadvertida por razones ajenas a mi control. Solo obsequio libros a sus amigos y los encargados de promoverlo son otros, por lo que no tendría tiempo de hacer mi trabajo y el de quienes, en teoría, tendrían que hacer el suyo que es, en este caso, hacer promoción de la obra.
Respecto a lo que señalas en tu reseña, me permitiré aclarar algunas imprecisiones, con todo el respeto que como mi maestro -y el de muchos otros escritores- mereces: 1) No todas las feministas son lesbianas y viceversa. Gertrude Stein, por ejemplo, es lo más apartado a una feminista que puede uno concebir, pero eso no le resta méritos a su extraordinaria obra literaria que, me parece, no ha encontrado aún su momento para ser re-valorada. Adrienne Rich, en cambio, es lesbiana, y además, acendrada feminista. Hay muchas clases de feminismo y no uno solo. Ninguno de ellos está en contra de los hombres sino del sistema patriarcal, que es algo harto distinto y ha afectado y herido no solo a millones de mujeres a través de la Historia, sino a los propios hombres. Puedo asegurarte que las feministas sentimos más simpatía hacia los hombres de la que te imaginas...por supuesto, habrá sus excepciones, pero yo a las mujeres que odian a los hombres como género no las considero feministas sino hembristas (que es el equivalente del machismo)
2) En efecto, una de las intenciones no solo del libro, sino de "La trenza de Sor Juana" como proyecto en general, es rescatar autoras olvidadas o que no han sido lo suficientemente valoradas. Las mujeres han sido práticamente borradas de la historia, no solo de la literatura, sino en todos los ámbitos de la actividad social. En vista de que muy pocos hombres se han ocupado de ellas, las propias mujeres tenemos que navegar en lo profundo para encontrar nuestras raíces y fundar una genealogía propia que nos brinde identidad y refuerce nuestras diferencias como seres humanos, con respecto a los varones.
3) Absolutamente todas las autoras que mencionas, con excepción de María Elvira Bermúdez (que por supuesto no quedará fuera de mi investigación), han sido abordadas en La Trenza de Sor Juana. Llevo un total de 314 autoras analizadas y hubiera sido imposible -además de intolerable- incluirlas en un solo volumen, por lo que la idea es distribuirlas en varios volumenes. A cada una de las maravillosas autoras que citas les llegará su turno, te lo puedo garantizar.
4) Estás absolutamente en lo cierto cuando dices que el concepto del libro ha creado recelo. Me he topado con comentarios -que no llegan a reseña- de un machismo que horrorizaría a la mismísima Sor Juana. Me pregunto: ¿Por qué nadie brinca cuando aparece un libro de ensayos cuyos autores analizados son en su totalidad varones? Las propias mujeres somos capaces de leer con placer un libro de Harold Bloom o Cyrill Connolly donde las mujeres escasean -como en el caso del primero -o brillan completamente por su ausencia. ¿Por qué a los hombres -y no me refiero a ti, que afirmas haber disfrutado del libro- les cuesta tanto trabajo leer un libro sobre escritoras? Respuesta: Prejuicio, ignorancia=machismo. Insisto, no es tu caso. Si alguien sabe lo mucho que admiras a las mujeres que escriben, soy yo.
5) Lo que sí cuestiono abiertamente de tu reseña es el párrafo final: esto SI ES crítica literaria. El problema es que estamos demasiado acostumbrados al anquilosado concepto de la idea de la crítica como autopsia de libros y negación absoluta de emociones ante las lecturas, a pesar de que críticos como Roland Barthes o George Steiner han revolucionado en ese sentido. Te comento que lo más lindo que han dicho de mis Trenzas, es que son "cuentos". En verdad lo agradezco, porque eso significa que se leen con gozo...pero la crítica literaria actual es gozosa y quiere llegar a muchos más lectores. No por nada dicen que el ensayo -que es uno de los vehículos para ejercer la crítica literaria-es el género de este milenio.
Una vez más agradezco tu atenta lectura y atención a "La nueva ciudad de las damas" y te reitero mi cariño y admiración.
Un abrazo
Eve



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viernes, 24 de octubre de 2014

La pasión de la reina de hielo


La alegría por el dolor es maliciosa, tiene veneno.
F.G

Leyendo a Fleur Jaeggy me vino a la mente una frase de Jean Baudrillard: "La ausencia seduce a la presencia". Aunque las nouvelles de esta autora suiza, nacionalizada italiana, son muy breves, podrían generar otras tantas con lo que se deja entre líneas. La crítica ha sido muy reiterativa en cuanto al absurdo de la "pasión fría" de Fleur ("Flor" en francés), lo que haría suponer que es la suya una escritura oscilante entre el preciosismo y el laconismo, contra la intriga y el deleite. Y no es exactamente así. Más que hablar de frialdad, elemento que insisten en emparentar con la perfección -la escritura de Fleur es perfecta, simétrica, "concisión de epitafio", dice la escritora Flavia Company, pero nunca fría-, yo atribuiría esta extraordinaria veta estilística a una asombrosa capacidad para salirse de sí misma y contemplar el discurrir de la propia escritura. Algo inequívocamente autobiográfico que pudiera empujarla a ser cruel consigo misma. Pero salta a la vista que deplora la autocompasión, que de hecho puede ser despiadada.
Nacida en Zurich, en 1940, Fleur rondaba la treintena al momento de publicar su primera novela, Il dito in bocca, en 1968, mismo año en que abandonó su natal Zurich para afincarse definitivamente en Milán. Como detalle curioso podemos acotar que es esposa del afamado escritor y editor Roberto Calasso y fue la escritora predilecta de Susan Sontag. Su vida personal, sin embargo, es un enigma -odia ser fotografiada, no obstante haber sido modelo en su juventud-; enigma relativamente fácil de resolver si nos apoyamos en sus novelas y las comparamos con los datos sueltos de su vida. Por ejemplo: Proleterka, (TusQuets, 2004, traducción del italiano de Ma. Ángeles Cabré, Premio Viareggio, 2002) es, sin duda, la continuación de Los hermosos años del castigo (TusQuets, Col. La flauta mágica, 1991, traducción de Juana Bignozzi, Premio Bocaccio 1994), cuya protagonista, sin nombre ni apariencia (aunque dice tender a "opulenta") es una adolescente recluida en un internado para señoritas de Appenzel, muy cerca del manicomio donde estuvo recluido Robert Walser durante varios años y quien murió mientras daba un paseo, sepultado en la nieve, personaje al que creo reconocer en el “loco” de El ángel de la guarda, al que las niñas-adultas protagonistas –y huérfanas- adoptan como pariente para contar con un pretexto que les permita salir los fines de semana de lo que parece ser un internado donde moran solas.
Una de las cosas que más lamenta la narradora es no haberle dejado una flor en la inadvertida tumba de ese loco maravilloso. La chica se rebela, entre otras cosas, al idioma impuesto por su madre, quien desde Brasil parece manipular un control remoto sobre ella: el alemán. Nada le parece más cursi que la compañera de cuarto que le han endilgado, por el simple hecho de ser alemana, y que se arregla el pelo como para un baile cuando se prepara para dormir. Hagamos hincapié en el hecho de que, desde su primer libro, Fleur desdeñó no solo la lengua materna, sino también aquella en la que tan esmeradamente se le educó para optar por el de su patria adoptiva: el italiano. Se le considera, pues, una escritora italiana. Nada más apartado, sin embargo, de la literatura italiana que Fleur Jaeggy, quien sobria, precisa y contenida, desnuda de metáforas y pletórica en frases incisivas, casi aforísticas, guarda mayor parentesco con Goethe, el propio Walser y, por supuesto, Kafka. Todavía más semejanza en cuanto temperamento con la austriaca Ingeborg Bachman. Para muestra el siguiente botón: "(...) A todos nos ha sucedido comprar un viejo libro y encontrar en él pétalos que, apenas los tocamos, se deshacen en polvo. Pétalos enfermos. Flores de tumba." (Los hermosos años del castigo, p. 31).
Proleterka, que escribió en la torre más alta de un castillo alemán, que perteneciera alguna vez a Achim y Bettina von Armin y hoy al Estado, es narrada por una adolescente que ha vivido recluida en un internado, hija de un padre al que ve solo durante las vacaciones. Una relación distante, sin curiosidad, sin fuego. Triste. La adolescente de Los hermosos años... describe a su padre de la siguiente manera: "(...) Yo pensaba en mi daddy, en los innumerables hoteles de las vacaciones, de invierno y de verano, en ese viejo señor con los cabellos blancos, los gélidos ojos claros, melancólicos. Que habrían empezado a entrar en los míos." La joven protagonista de Proleterka, que se nombra a sí misma, en tercera persona, "la hija de Jonahess", describe exactamente igual al padre con quien habrá de emprender una travesía a bordo del barco cuyo nombre da título a la novela: "(...) El Proleterka es el lugar de la experiencia. Cuando acabe el viaje, ella debe haberlo aprendido todo. Al final del viaje, la hija de Johaness incluso podrá decir: Nunca más, nunca más." (p. 95).
Hasta aquí, resulta evidente que ambas novelas tienen por protagonista a la misma chica, que quizá sea también la niña repudiada por su madre en El temor del cielo (1998, Premio Moravia 1994), criada originalmente por una abuela materna que parece no tener sangre en las venas, "a nada me parecía tanto como a su retrato colgado en el comedor"; hija de un frágil caballero de gélidos ojos azules, inmerso en una cofradía de amigos tan sedentarios y anquilosados como él, y de una señora que queda peor parada en Proleterka que en Los hermosos años..., al desencadenar un desenlace tan catastrófico como inesperado. Una señora que ni siquiera posee nombre y a la que la jovencita nombra como los sellos de las cartas conteniendo instrucciones que eventualmente recibe: Brasil. Odio tibio. Nada parece vincular a esta chica con su padre, todavía menos aún, con su madre (por él siente al menos una pizca de compasión); la niña es un ser excéntrico en toda la extensión del término, habitante de un mundo personalísimo donde apenas tienen cabida la literatura, la escritura, Beethoveen y el piano Steinway que recoge sus primeras confidencias y es testigo único de que su omnipotente madre existe...como Dios. Ni siquiera Frédérique (de Los hermosos años...), ni Nikola (de Proleterka), los únicos que de algún modo logran penetrar en su corazón, llegan a conocerla jamás. Ni ella a ellos.
La hija de Johaness es la anti-Claudine por antonomasia. Despojada de sensualidad, quien sabe si a la fuerza; invadida por la certeza de no tener sitio en el mundo, mezquina, poco espiritual pero sensible como el filo más ínfimo: "Ya tenía casi quince años y el libro estaba lleno, sin que yo lo supiera, de una vetusta infancia." A pesar de haber sido escritas en plena madurez, las novelas adolescentes de Fleur desentrañan espléndidamente a una niña acorralada y ansiosa de reconocerse en cualquier espejo. Tras seis años de soledad en el internado de Los hermosos años..., la protagonista descubrirá en la recién llegada Frédérique a la única amiga que desearía tener y la que no parece simpatizarle a ninguna de sus compañeras...excepto a ella, la narradora. Una chica todavía más excéntrica, metódica y ordenada hasta la manía y, no obstante, salvaje. A la narradora su abuela le ha declarado abiertamente su repudio por encontrarla "selvática", lo que me hace pensar en un jardín a simple vista hermoso, poblado por densas espinas. La amistad entre éstas jovencitas, tan sin confidencias, casi autista, abundante -y redundante- en miradas y complicidades tácitas, jamás se consuma en una relación carnal, no obstante que la protagonista se reconoce enamorada de su amiga. Fleur logra sacarle la vuelta al erotismo implícito en esta peculiar relación amorosa con admirable malicia, por lo que es posible atribuirle lo mismo que su narradora dice de Frédérique: "Ella decía que la inocencia es una invención de los modernos." En esa escuela palacete donde las niñas pequeñas solicitan formalmente su protección a las mayores y todas pasean en pareja, tomadas de la mano, y la directora parece haber adoptado como mascota a una negrita deliciosa, hija del presidente de un país africano, se percibe la tácita permisividad de un safismo más fruto de la etiqueta y las buenas costumbres que del deseo: apenas un episodio aislado de intento de consumación por parte de una niña que se mete bajo las sábanas a la protagonista y es arrojada de allí con rudeza: "(...) En los colegios, al menos en los que estuve, se prolongaba, casi hasta la demencia, una infancia senil. Sabíamos por qué esas muchachas mayores, de postrada vivacidad, estaban sentadas en las horas de recreo, como esperando, susurrándose entre sí o cuidándose la piel..." (Los hermosos años..., p. 40)
En Proleterka, la misma chica se iniciará sexualmente con el único hombre joven que viaja en el barco, Nikola. Sin deseo y, claro, sin amor. Pero no se engaña a sí misma, justificando esta incursión en el sexo con lo segundo. La experiencia es, más que desalentadora, brutal, y sin embargo no será la única, ni Nikola el último. ¿Qué es lo que busca la sensata hija de Johaness al entregarse a relaciones inhumanas -"rifarse entre la tripulación", dice ella- y que no la proveen de la mínima emoción?, "No me gusta, no me gusta, piensa. Y sin embargo, de todas formas lo hace." La respuesta se lee entre líneas: es una necesidad de afecto que la empuja a buscar, a buscar y a buscar. Pero también es una venganza contra su propio cuerpo que se niega a manifestarse humano, deseante... tal es el hábito de acceder como una máquina a las instrucciones de Brasil. Una de tantas niñitas en serie fabricadas en el seno de la burguesía luterana (aunque la madre, Brasil, insiste en que acuda a misa en la iglesia católica).
Casi todos los personajes de Fleur son niñas. Los pocos adultos que se deslizan por sus vidas, ya sea como padres ausentes, o como el enigmático Botvind de El ángel de la guarda, parecen menos maduros en medio de su autoritarismo. Por momentos pareciera que los niños son, en realidad, adultos simbólicos. Su lenguaje, sus conocimientos sobre la vida y su familiaridad con la reflexión y la filosofía, sin dejar de estar impregnada de cierta ingenuidad, nos las exponen como niñas sin infancia. En su precioso libro de ensayos, Vidas conjeturales, Fleur nos presenta a tres niños extraordinariamente maduros que devienen adultos inmaduros, como si en eso consistiera el misterio de la genialidad: Thomas de Quincey, John Keats y Marcel Schwob. Niños capaces de colocarse por encima de los padres, y sin embargo incapacitados para hacerse respetar por sus hijos. Se apartan de la realidad práctica desde la primera infancia y se mantienen tras la raya hasta el último suspiro. Fleur realiza, refiriéndose en concreto a estos autores, una inquietante comparación entre el campo de batalla y una nursery; se pregunta cuántos cadáveres pueden tener lugar en las mentes encantadas de esos niños. Los niños, señala, son criaturas metafísicas que pierden este don muy pronto, a veces en cuanto dejan de hablar. En la preservación del mismo se localiza el origen de todo artista.
En sus escasas entrevistas, Fleur se muestra parca, prudente. Sus frases resultan tan breves y contundentes como en su escritura. No usa ordenador sino máquina de escribir y cuando alguno de sus escasos entrevistadores le hace ver lo que él considera un desfase de la civilización, la mujer responde: "Escribo a máquina desde hace más de treinta años y me gusta el ruido de los tipos al golpear sobre el papel". Además, necesita escribir con una pared desnuda a su espalda. De Fleur Jaeggy ha dicho Susan Sontag: "es una escritora maravillosa, brillante, salvaje. La admiro profundamente", mientras que el exigente crítico y escritor italiano, Giorgio Manganelli, se ha expresado de ella en los siguientes términos: "Una narración tan esencial, tan desnuda y a la vez inquietante, se sustenta en un estilo que parece sobrio, púdico, pero en realidad está preñado de resonancias refinadamente agrias, testimonios que crean un exquisito malestar."


Reseña de LA NUEVA CIUDAD DE LAS DAMAS y un plus

Aprovechando que está por aparecer el segundo libro surgido del proyecto La Trenza de Sor Juana, consideré prudente recuperar esta i...